Un
sermón predicado el Domingo 18 de Octubre de
1874.
por Charles Haddon SpurgeonEn el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.“Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.” Lucas 22:44. |
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Cuando nuestro Señor terminó de comer la pascua y celebrar la cena
con sus discípulos, fue con ellos al Monte de los Olivos, y entró al huerto de
Getsemaní. ¿Qué lo indujo a seleccionar ese lugar para que fuera la escena de su
terrible agonía? ¿Por qué habría de ser arrestado allí por sus enemigos de
preferencia a cualquier otro lugar? ¿Acaso es difícil que entendamos que así
como en un huerto la autocomplacencia de Adán nos arruinó, también en otro
huerto las agonías del segundo Adán debían
restaurarnos?
Getsemaní suministra las medicinas para curar los males que han sido
la consecuencia del fruto prohibido del Edén. Ninguna flor
que
haya florecido en las riberas del río repartido en cuatro brazos fue
alguna vez tan preciosa para nuestra raza como lo fueron las hierbas amargas que
con dificultad crecían a orillas del ennegrecido y sombrío arroyo de
Cedrón.
¿Acaso no pudo acordarse también nuestro Señor de David, cuando en
aquella memorable ocasión, salió de la ciudad escapando de su hijo rebelde,
según está escrito: “pasó luego toda la gente el torrente de Cedrón; asimismo
pasó el rey,” y él y su pueblo subieron descalzos y con la cabeza descubierta,
llorando en alta voz mientras subían? He aquí, Uno más grande que David abandona
el templo y se encuentra desolado, y deja la ciudad que había rechazado sus
advertencias, y con un corazón lleno de
tristeza atraviesa el pestilente arroyo, para buscar en la soledad un
alivio para sus angustias. Más aún, nuestro Señor quería que nosotros viéramos
que nuestro pecado había cambiado todo alrededor de Él en aflicción, convirtió
sus riquezas en pobreza, su paz en duros trabajos, su gloria en vergüenza, y así
también el lugar de su retiro lleno de paz, donde en santa devoción había estado
tan cerca del cielo en comunión con Dios, nuestro pecado los transformó en el
foco de su aflicción, el centro de su dolor. Allí donde su deleite había sido
mayor, allí estaba llamado a sufrir su máxima
aflicción.
También puede ser que nuestro Señor haya elegido el huerto porque,
necesitado cualquier recuerdo que le ayudara en el conflicto, sentía el
refrigerio que le venía al acordarse de las pasadas horas transcurridas allí con
tanta quietud. Allí había orado, y había obtenido fortaleza y
consuelo.
Esos nudosos y retorcidos olivos lo conocían muy bien; no había en el
huerto una sola hoja de hierba sobre la que Él no se hubiera
arrodillado.
Él había consagrado ese lugar para comunión con Dios. No es ninguna
sorpresa entonces que haya preferido esta tierra favorecida. Así como un enfermo
elegiría estar en su propia cama, así Jesús eligió soportar su agonía en su
propio oratorio, donde los recuerdos de los momentos de comunión con Su Padre
estarían de manera vívida ante Él. Pero, probablemente, la principal razón para
ir a Getsemaní fue que era un lugar muy conocido y frecuentado por Él, y Juan
nos dice: “Y también Judas, el que le entregaba, conocía aquel lugar.” Nuestro
Señor no deseaba esconderse, no necesitaba ser perseguido como un ladrón, o ser
buscado por espías. Él fue valerosamente al lugar donde sus enemigos sabían que
Él acostumbraba a orar, pues Él quería ser tomado para sufrir y
para
morir. Ellos no lo arrastraron al pretorio de Pilatos contra su
voluntad, sino que fue con ellos voluntariamente. Cuando llegó la hora de que
fuera traicionado, allí estaba Él en un lugar donde el traidor podía encontrarlo
fácilmente, y cuando Judas lo traicionó con un beso, su mejilla estaba lista
para recibir el saludo traidor. El bendito Salvador se deleitaba en el
cumplimiento de la voluntad del Señor, aunque esto implicara la obediencia hasta
la muerte.
Hemos llegado así hasta la puerta del huerto de Getsemaní, por tanto
entremos; pero primero quitémonos los zapatos, como hizo Moisés cuando vio la
zarza ardiendo con fuego que no se consumía. Ciertamente podemos decir con
Jacob: “¡Cuán temible es este lugar!” Tiemblo ante la tarea que tengo frente a
mí, pues ¿cómo podrá describir mi débil discurso esas agonías, para las que las
fuertes exclamaciones y las lágrimas eran escasamente una adecuada expresión?
Quiero, juntamente con ustedes, repasar
los sufrimientos de nuestro Redentor, pero oh, que el Espíritu de
Dios nos impida cualquier pensamiento fuera de lugar o que nuestra lengua
exprese ni una sola palabra que sea derogatoria hacia Él, ya sea en Su
humanidad
inmaculada o en Su gloriosa Deidad.
No es fácil cuando se está hablando de Alguien que es a la vez Dios y
hombre, mantener la línea exacta de la expresión correcta; es tan fácil
describir el lado divino como si estuviéramos atrincherados en lo humano, o
retratar el lado humano a costa de lo divino. Por favor perdonen de antemano
cualquier error. Un hombre necesita ser inspirado, o limitarse nada más a las
palabras inspiradas, para poder hablar adecuadamente en todo momento acerca del
“gran misterio de la piedad,” Dios manifestado en la carne.
Especialmente cuando ese individuo tiene que reflexionar acerca de
Dios manifiesto tan claramente en la carne sufriente, que
las
características más débiles de la humanidad se convierten en las más
notorias. Oh Señor, abre Tú mis labios para que mi lengua pueda decir las
palabras correctas.
Meditando en la escena de la agonía en Getsemaní, somos obligados a
darnos cuenta que nuestro Salvador soportó allí una congoja desconocida en
cualquier otra etapa de su vida, y por lo tanto vamos a comenzar nuestro
discurso haciendo la siguiente pregunta:
¿CUÁL ERA LA CAUSA DE ESA CONGOJA ESPECIAL DE
GETSEMANÍ?
Nuestro Señor era “varón de dolores y experimentado en el
sufrimiento” a lo largo de toda Su vida, y sin embargo, aunque suene paradójico,
pienso que muy difícilmente ha existido sobre la faz de la tierra un hombre más
feliz que Jesús de Nazaret, pues los dolores que tuvo que soportar fueron
compensados por la paz de la pureza, la calma de la comunión con Dios, y el gozo
de la benevolencia.
Todo hombre bueno sabe que la benevolencia es muy dulce, y su nivel
de dulzura aumenta en proporción al dolor soportado voluntariamente cuando se
cumplen sus amables designios. Hacer el bien siempre produce
gozo.
Más aún, Jesús tenía una perfecta paz con Dios todo el tiempo;
sabemos que esto era así porque Él consideraba esa paz como una herencia
especial que Él podía dejar a sus discípulos, y antes de morir les dijo: “La paz
os dejo, mi paz os doy.” Él era manso y humilde de corazón, y por tanto su alma
tenía el descanso; Él era uno de los mansos que heredan la tierra; uno de los
pacificadores que son y que deben ser benditos. Estoy seguro que no me equivoco
cuando afirmo que nuestro Señor estaba lejos de ser un hombre
infeliz.
Pero en Getsemaní todo parece haber cambiado. Su paz lo ha
abandonado, su calma se ha convertido en tempestad. Después de la cena nuestro
Señor había cantado un himno, pero en Getsemaní no había
cantos.
Descendiendo por la pendiente que llevaba de Jerusalén al torrente de
Cedrón, Él hablaba con mucha vivacidad, diciendo: “Yo soy la vid, vosotros los
pámpanos,” y esa maravillosa oración con la que oró con Sus discípulos después
de ese sermón, está llena de majestad: “Padre, aquellos que me has dado, quiero
que donde yo estoy, también ellos estén
conmigo.”
Es una oración muy diferente de esa oración dentro de los muros de
Getsemaní, donde clama: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta
copa.”
Observen que difícilmente a lo largo de toda su vida le ven con una
expresión de angustia, y sin embargo Él dice aquí, no sólo mediante sus suspiros
y su sudor de sangre, sino también por medio de las siguientes
palabras:
“Mi alma está muy triste, hasta la muerte.”
En el huerto, el hombre que sufría no podía ocultar su angustia, y da
la impresión que no quería hacerlo. Regresó adonde estaban sus discípulos en
tres ocasiones, les dejó ver Su angustia y apeló a la simpatía de ellos; sus
exclamaciones eran lastimeras, y sin duda debe haber sido terrible oír sus
suspiros y gemidos. Esa angustia se manifestó primordialmente en el sudor de
sangre, que es un
fenómeno inusual, aunque supongo que debemos creerles a esos
escritores que registran casos bastante similares. El viejo médico Galeno nos
habla de un caso en el que, por la extremidad del horror, un individuosudó un
sudor colorido, casi tan enrojecido que tenía la apariencia de sangre. Otros
casos son también relatados por autoridades
médicas.
Sin embargo, nosotros no vemos en ninguna otra ocasión nada parecido
en la vida de nuestro Señor; fue solamente en el último trance horrendo rodeado
de olivos que nuestro Campeón resistió hasta la sangre, agonizando contra el
pecado. ¿Qué te dolía a Ti, oh Señor, que padecías tan dolorosamente en ese
momento?
Nos queda muy claro que su profunda angustia y zozobra no eran
causadas por ningún dolor físico. Sin duda nuestro Salvador estaba familiarizado
con la enfermedad y el dolor, pues Él tomó nuestras enfermedades, pero nunca
antes Él se quejó de algún sufrimiento físico. Ni tampoco al momento de entrar
al huerto de Getsemaní había sido afligido por algún duelo. Sabemos por qué está
escrito:
“Jesús lloró.”
Era porque su amigo Lázaro estaba muerto; pero en el huerto no había
ningún funeral, ni ningún enfermo, ni ninguna causa de angustia relacionada a
esos temas. Ni tampoco se debió a que hubiera recordado afrentas del pasado que
hubieran estado suspendidas en su mente. Mucho antes de esto sabemos
que:
“La afrenta ha quebrantado mi corazón,”
y había conocido en toda su extensión las vejaciones de la injuria y
del desprecio. Le habían llamado un
“hombre comilón y bebedor de vino,”
lo habían acusado de echar fuera a los demonios por el príncipe de
los demonios; ya no podían decir más y sin embargo el había enfrentado todo
valerosamente. No podía ser posible que ahora Él estuviera muy triste hasta la
muerte por tal causa. Debe haber habido algo más agudo que el dolor, más
cortante que el reproche, más terrible que el luto, que en ese momento contendía
con el Salvador, y lo llevaba a
“entristecerse y a angustiarse en gran
manera.”
¿Acaso suponen que era el temor del escarnio que se avecinaba o el
terror de la crucifixión? ¿Era miedo al pensar en la muerte? ¿No es cierto que
esa suposición sería imposible? Todos los hombres le temen a la muerte, y como
hombre Jesús no podría menos que estremecerse frente a ella. Cuando fuimos
hechos originalmente fuimos creados para la inmortalidad, y por lo tanto morir
es extraño e incompatible para nosotros y el instinto de conservación hace que
nos repleguemos ante la muerte; pero ciertamente en el caso de nuestro Señor esa
causa natural no podía producir esos resultados tan especialmente dolorosos. Si
nosotros que somos unos pobres cobardes no sudamos grandes gotas de sangre ¿por
qué entonces causaba tal terror en Él? No es honroso para nuestro Señor que
lo
imaginemos menos valiente que sus propios discípulos, y sin embargo
hemos visto triunfantes a algunos de los santos más débiles ante el prospecto de
la partida.
Lean las historias de los mártires y con frecuencia los verán alegres
ante los más crueles sufrimientos que se avecinaban. El gozo del Señor les ha
dado tal fortaleza que ningún pensamiento cobarde los ha alarmado ni un solo
instante. Ellos han ido a la hoguera o al lugar donde serían decapitados, con
salmos de victoria en sus labios. No debemos considerar
a
nuestro Señor como inferior a sus más valientes siervos. No puede ser
que Él tiemble allí donde ellos fueron valerosos. Oh no; el espíritu más noble
en ese escuadrón de mártires es el Líder mismo, que tanto en el sufrimiento como
en el heroísmo, los sobrepasó a todos; nadie podía desafiar de tal manera los
dolores de la muerte como el Señor Jesús, el cual, por el gozo puesto delante de
Él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio. No puedo concebir que las
angustias de Getsemaní fueran ocasionadas por algún ataque extraordinario de
Satanás. Es posible que Satanás estuviera allí, y que su presencia hubiera
oscurecido la sombra, pero él no era la causa más prominente de esa hora de
oscuridad. Por lo menos esto está muy claro, que nuestro Señor, al principio de
Su ministerio se enfrascó en un duelo muy severo con el príncipe de las
tinieblas. Sin embargo, no leemos con relación a la tentación en el desierto ni
una sola sílaba que nos diga que su alma estaba triste en extremo, ni tampoco
encontramos que
“comenzó a entristecerse y a angustiarse,”
ni hay tampoco ni una sola indicación solitaria de algo que fuera
parecido al sudor sangriento. Cuando el Señor de los ángeles condescendió a
enfrentarse con el príncipe del poder del aire, no le tuvo ningún miedo como
para clamar a gran voz y derramar
lágrimas y caer postrado al suelo rogando tres veces al Grandioso
Padre. Hablando comparativamente, poner Su pie sobre la serpiente antigua fue
una tarea fácil para Cristo, y le costó una herida en el calcañar, pero esta
agonía de Getsemaní hirió su alma hasta la
muerte.
¿Qué creen ustedes entonces que fue lo que marcó de manera tan
especiala Getsemaní y a las angustias que tuvieron lugar allí?
Creemos que el Padre lo puso a sufrir allí por nosotros. Era en ese
momento que nuestro Señor tenía que tomar una cierta copa de la mano del Padre. La prueba no venía
ni de los judíos, ni del traidor Judas, ni de los discípulos que dormitaban, ni
del diablo, sino que era una copa que había sido llenada por Uno que Él sabía
que era Su Padre, pero que sin embargo le había asignado una poción muy amarga,
una copa que no era para que el cuerpo bebiera ni para derramar su hiel sobre su
carne, sino una copa que de
manera especial aturdía su alma y afligía lo íntimo de su corazón. Él
retrocedía frente a ella, y por lo tanto pueden estar seguros que fue un trago
más terrible que el dolor físico, pues frente a él no se arredraba; era una
poción más terrible que el vituperio. De eso no había tratado de escapar nunca;
más horrible que la tentación satánica. Él la había vencido: era algo
inconcebiblemente terrible, lleno de horror de manera sorprendente, que venía de
la mano del Padre. Esto elimina toda duda en cuanto a lo que era, pues
leemos:
“Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a
padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado.” “Mas
Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.”
Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado. Entonces esto
es lo que ocasionó que el Salvador experimentara una extraordinaria depresión.
Él estaba próximo a
“que por la gracia de Dios gustase la muerte por
todos,”
Y llevar la maldición que merecían los pecadores. Porque estuvo en el
lugar de los pecadores, sufrió en el lugar de ellos. Aquí está el secreto de
esas agonías que no es posible declarar ordenadamente ante ustedes, tan cierto
es que—
“Solamente para Dios, y únicamente para
Él
Sus angustias son plenamente
conocidas.”
Sin embargo quiero exhortarlos para que consideren por un momento
estas angustias, para que puedan amar a Quien las sufrió. Ahora se daba cuenta,
tal vez por primera vez, qué significaba cargar con el pecado. Como Dios, era
perfectamente santo e incapaz de pecar, y como hombre estaba sin la mancha
original y puro y sin ninguna contaminación; sin embargo tuvo que cargar con el
pecado, ser llevado como el chivo expiatorio cargando con la iniquidad de Israel
sobre su cabeza, ser tomado y hecho
una ofrenda por el pecado, y como una cosa aborrecible (pues nada era
más aborrecible que la ofrenda del pecado) ser llevado fuera del campamento y
ser totalmente consumido por el fuego de la ira
divina.
¿Te sorprende que su infinita pureza se resistiera ante eso? ¿Hubiera
sido lo que Él era si hubiera dejado de ser un asunto extremadamente solemne
para Él estar ante Dios en la posición del pecador? Y como Lutero lo hubiera
expresado, ser visto por Dios como si Él fuera todos los pecadores del mundo, y
como si Él hubiera cometido todo el pecado que fue cometido en todos los tiempos
por su pueblo, pues todo ese pecado fue colocado sobre Él, y sobre Él debió
volcarse toda la violencia que ese pecado
exigía; Él debió ser el centro de toda la venganza y cargar sobre Él
con todo lo que debía recaer sobre los culpables hijos de los
hombres.
Estar en esa posición cuando ya era una realidad debe haber sido muy
terrible para el alma santa del Redentor. También la mente del Salvador estaba
fijamente concentrada en la aborrecible naturaleza del pecado. El pecado había
sido siempre algo aborrecible para Él, pero ahora Sus pensamientos estaban
absortos en él, vio su naturaleza que la palabra de un mortal no podría
describir, su carácter atroz, y su horrible
propósito.
Probablemente en este momento tuvo una visión como hombre, más clara
que en cualquier otro momento, del amplio alcance y del mal del pecado que todo
lo contamina, y un sentido de la negrura de sus tinieblas, y de la desesperada
condición de culpa como un ataque directo sobre el trono, sí, y sobre el propio
ser de Dios. Él vio en su propia persona hasta dónde podría llegar el pecador,
cómo podían vender a su Señor como Judas, buscando destruirlo como hicieron los
judíos.
El cruel y poco generoso tratamiento que Él mismo había recibido
hacía patente el odio del hombre hacia Dios, y, al verlo, el horror se apoderó
del Él, y su alma estaba triste al pensar que tenía que cargar con todo ese mal
y tenía que ser contado entre tales trasgresores, ser herido por sus
trasgresiones, y golpeado por sus iniquidades. Ni las heridas ni los golpes lo
afligían tanto como el pecado mismo, y eso sobrecogía completamente su
alma.
Sin duda en ese momento la pena por el pecado comenzó a ser percibida
por Él en el huerto: primero el pecado, que lo había colocado en la posición de
un sustituto que sufre, y después la pena que debía soportarse, al estar en esa
posición de sustituto. Lamento al máximo ese tipo de teología que es tan común
en estos días, que busca depreciar y disminuir nuestro entendimiento de los
sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo.
Hermanos, no fue un sufrimiento insignificante ese que recompensó la
justicia de Dios por los pecados de los hombres. Nunca me da miedo exagerar
cuando hablo de lo que mi Señor tuvo que soportar. Todo el infierno fue
destilado en esa copa, de la cual nuestro Dios y Salvador Jesucristo fue
obligado a beber.
No era sufrimiento eterno, pero debido a que Él es divino, pudo
ofrecer a Dios en un corto tiempo el desagravio de su justicia, que los
pecadores en el infierno no podrían haber ofrecido aunque sufrieran en sus
personas por toda la eternidad. El dolor que quebrantó el espíritu del Salvador,
el grande océano sin fondo de angustia inexpresable que anegó el alma del
Salvador cuando murió, es tan inconcebible, que no me puedo aventurar muy lejos,
para no ser acusado de un vano intento de expresar lo
inexpresable.
Pero sí puedo decir esto, la simple espuma proveniente de ese mar
tempestuoso, al caer sobre Cristo, lo bautizó en un sudor sangriento. Aun no se
había aproximado a las olas impetuosas del castigo mismo, pero simplemente al
estar de pie en la costa, al oír las terribles olas rompiendo a sus pies, su
alma estaba muy confundida y muy triste. Era la sombra de la tempestad que se
aproximaba, era el preludio del terrible abandono que debía soportar, al estar
donde tenía que estar, y pagar a la justicia de
Su Padre la deuda que nosotros debíamos pagar; esto lo tenía
derribado.
Ser tratado como un pecador, ser castigado como un pecador, aunque en
Él no había pecado, todo esto es lo que ocasionaba en Él la agonía a la que se
refiere nuestro texto.
Habiendo hablado así de la causa de su especial angustia, pienso que
podremos fundamentar nuestro punto de vista sobre la materia, mientras los
llevamos a considerar
¿CUÁL ERA EL CARÁCTER DE ESA
ANGUSTIA?
Voy a tratar de evitar el excesivo uso de las palabras griegas usadas
por los evangelistas; he estudiado cada una de ellas, para descubrir los matices
de sus significados, pero será suficiente si les doy los resultados de mi
cuidadosa investigación. ¿Cuál era esa angustia? ¿Cómo fue descrita? Esta gran
pena asedió a nuestro Señor más o menos cuatro días antes de su pasión. Si
leemos en Juan 12: 27, encontramos esa asombrosa
expresión:
“Ahora está turbada mi alma.”
Nunca le escuchamos decir algo igual antes. Esto era un anticipo de
la gran depresión del espíritu que pronto lo iba a postrar en Getsemaní. “Ahora
está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto
he llegado a esta hora.” Después de eso leemos en Mateo 26: 37,
que
“comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran
manera.”
La depresión le había llegado nuevamente. No era dolor, no eran
palpitaciones del corazón, ni un dolor de cabeza, era
algo
peor que todas estas cosas. La turbación de espíritu es peor que el
dolor corporal; el dolor puede traer problemas y convertirse en la causa
incidental de angustia, pero si la mente está perfectamente tranquila, un hombre
puede soportar el dolor sin mayor problema, y cuando el alma está radiante y
levantada con un gozo interno, el dolor del cuerpo es casi
olvidado.
El alma conquista al cuerpo.
Por otra parte el dolor del alma es la causa de dolor corporal. La
naturaleza inferior se armoniza con la naturaleza superior. El principal
sufrimiento de nuestro Señor estaba en su alma. Los sufrimientos de su alma eran
el alma de sus sufrimientos. “¿Quién soportará al ánimo
angustiado?
El dolor de espíritu es el peor de los dolores, la tristeza de
corazón es el colmo de las aflicciones. ¡Que todos aquellos que han conocido
alguna vez la depresión del espíritu, el abatimiento, y la lobreguez mental,
confirmen la verdad de lo que digo!
Esta angustia de corazón parece haber llevado a una muy profunda
depresión al espíritu de nuestro Señor. En el capítulo 26 de Mateo, en el
versículo 37 se ha registrado que Él “comenzó a angustiarse
en gran manera,” y esa expresión está llena de
significado.
Mucho más contenido, en verdad, de lo que podríamos explicar con
facilidad. La palabra en su texto original es muy difícil de traducir. Puede
significar la abstracción de la mente, y la completa invasión de la mente por la
angustia, de tal manera que cualquier otro pensamiento que pudiera aliviar la
pena queda totalmente excluido. Un pensamiento lacerante consumía su alma
entera, y quemaba todo lo que hubiera podido dar consuelo. Por unos instantes su
mente se rehusó a considerar el resultado de su muerte, el consiguiente gozo
puesto delante de Él. Su posición como Quien cargó con el pecado, y el requerido
abandono de Su Padre, embargaba todas sus meditaciones, impidiendo que su alma
se fijara en ninguna otra cosa.
Algunos han visto en esa palabra una medida de distracción, y aunque
no me voy a adentrar mucho en esa dirección, parecería como si la mente de
nuestro Salvador hubiera experimentado perturbaciones y convulsiones muy
distantes de su calma usual y de su espíritu recogido. Era arrojado de un lado
al otro como sobre un poderoso mar embravecido, envuelto en la tormenta,
arrastrado por su furia.
“Y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y
abatido.”
Como dijo el salmista, innumerables males lo cercaban de tal manera que su
corazón decaía. Su corazón se derretía como la cera en sus entrañas en un completo
desmayo. Comenzó a
“angustiarse en gran manera.” Algunos consideran que la raíz de la
palabra
significa: “separado de la gente,” como si se hubiera convertido en
alguien diferente a los demás hombres, así como alguien cuya mente está aturdida
por un golpe súbito, o está abrumada por una sorprendente calamidad, no se
comporta más como los hombres ordinarios.
Los simples espectadores hubieran pensado que nuestro Señor era un
hombre aturdido, sobrecargado más allá de los límites humanos, y sumido en una
angustia sin paralelo entre los hombres. El estudioso Thomas Goodwin dice: “la
palabra denota un defecto, una deficiencia, y un espíritu abatido como sucede
con la gente que sufre una enfermedad y un
desmayo.”
La enfermedad de Epafrodito, que lo llevó al borde la tumba, es
descrita utilizando la misma palabra; así que vemos que el alma de Cristo estaba
enferma y desfallecida.
¿Acaso su sudor no fue producido por la postración? El sudor frío,
pegajoso de los moribundos es producido por la languidez corporal, pero el sudor
sangriento de Jesús era producido por el total desfallecimiento y postración de
su alma. Estaba Su alma en un terrible desmayo, y sufría de la muerte interna,
cuyo acompañamiento no eran las lágrimas usuales de los ojos, sino un llanto de
sangre proveniente del hombre entero. Muchos de ustedes, sin embargo, conocen en
cierta medida lo que significa estar angustiado en gran manera sin que tenga yo
que multiplicar mi explicación, y si ustedes no lo saben por experiencia
personal, todas mis explicaciones
resultan vanas. Cuando llegue el desaliento profundo, cuando no
puedan recordar nada que los pueda sostener, y su espíritu decaiga
profundamente, profundamente, profundamente, entonces podrán dolerse juntamente
con su Señor.
Otros los consideran necios, los llaman nerviosos, y les piden que se
reanimen, pero desconocen completamente su caso. Si lo entendieran no se
burlarían de ellos con tales advertencias, imposibles para quienes están
hundiéndose bajo el peso de la aflicción interna. Nuestro Señor estaba “angustiado en gran manera,”
muy abatido, muy desalentado, sobrecogido por la pena. Marcos nos
dice a continuación, en el capítulo catorce y en el versículo treinta y tres,
que nuestro Señor
“comenzó a afligirse
profundamente.”
La palabra
griega no solamente tiene la connotación que Él estaba asombrado y sorprendido, sino que su
estupefacción llegaba al límite del horror, como el que experimentan los hombres cuando
se les ponen los pelos de
punta y tiembla su carne. Así como cuando Moisés recibió la ley
estaba temeroso y
tembloroso en extremo, y como dijo David: “Mi carne se ha
estremecido
por temor de ti, y de tus juicios tengo miedo,”
así nuestro Señor fue alcanzado por el horror ante el espectáculo del
pecado que fue depositado sobre Él y la venganza que era exigida por su causa.
El Salvador estaba primero “afligido
profundamente,” luego deprimido, y “angustiado,” y finalmente agudamente
estupefacto y lleno de asombro; pues aun Él en su condición de hombre,
escasamente pudo saber qué era lo que se había comprometido a cargar. Lo había
considerado con calma y tranquilidad, y
había sentido que independientemente de lo que fuera, Él lo cargaría
por nosotros; pero cuando llegó el momento de cargar realmente con el pecado
estaba totalmente perplejo y sorprendido por la terrible posición de estar en el
lugar del pecador ante Dios, de que Su santo Padre lo contemplara como el
representante del pecador, y de ser abandonado por ese
Padre
con quien Él había vivido en términos de amistad y deleite desde toda
la eternidad. Hacía tambalear su naturaleza santa, tierna, llena de amor, y Él
estaba “profundamente “afligido” y “angustiado.”
Se nos enseña además que un océano de aflicción lo encerraba, lo
envolvía y lo abatía, pues el versículo treinta y ocho del capítulo veintiséis
de Mateo contiene la palabra perilupos, que
significa quedar completamente envuelto en el abatimiento. En todas las miserias
ordinarias generalmente hay alguna vía de escape, algún lugar donde se puede
respirar esperanza.
Generalmente podemos recordar a nuestros amigos que están en
problemas que su caso podría ser peor, pero no podríamos imaginar qué podría ser
peor en las aflicciones de nuestro Señor; pues Él podía decir con
David:
“Me encontraron las angustias del Seol.”
Todas las ondas y las olas de Dios pasaron sobre Él. Sobre Él, debajo
de Él, alrededor de Él, internamente y externamente todo era angustia, y no
había ninguna fuente de alivio o de consuelo. Sus discípulos no podían ayudarle.
Todos menos uno dormían, y el que estaba despierto iba camino a
traicionarlo.
Su espíritu clamaba en la presencia del Dios Todopoderoso bajo el
peso aplastante y bajo la carga intolerable de sus miserias. No ha habido peores
aflicciones que las de Cristo, y Él mismo dijo:
“Mi alma está muy
triste,”
o rodeada de tristeza “hasta la muerte.” Él no murió en el
huerto, pero sufrió lo
mismo que si hubiera muerto. Soportó intensamente la muerte, aunque no extensamente. Es decir, no
se extendió hasta convertir
su cuerpo en un cadáver, pero fue tan intensa en dolor como si
verdaderamente hubiera
muerto. Su dolor y su angustia equivalían a los de una agonía mortal, y sólo hicieron una pausa
cuando estuvo al borde de la
muerte.
Para coronarlo todo, Lucas nos dice en nuestro texto, que nuestro
Señor estaba en agonía. La expresión “agonía” significa un conflicto, una
contienda, una lucha. ¿Con quién era esa agonía? ¿Con quién luchaba? Yo pienso
que era consigo mismo; la contienda aquí señalada no era con Su Dios; no, “no sea como yo quiero, sino como tú”
no describe una lucha con Dios; no era una contienda con Satanás,
pues, como ya hemos visto, no hubiéramos estado tan sorprendidos si ese hubiera
sido el conflicto, sino que era un terrible combate consigo mismo, una agonía
dentro de su propia alma. Recuerden que Él hubiera podido escapar de toda esta
aflicción
si su voluntad así lo hubiera querido, y naturalmente su naturaleza
humana decía: “¡No lleves esa
carga!” y la pureza de su corazón decía: “Oh no lleves esa carga, no te pongas en el lugar del
pecador;” y la delicada sensibilidad de su misteriosa naturaleza
se rehuía de cualquier tipo de conexión con el pecado; sin embargo el amor
infinito decía: “Llévala, doblégate
bajo esa carga”; y así había una agonía entre los atributos de su
naturaleza, una batalla a una escala terrible en la arena de su
alma.
La pureza que no puede soportar entrar en contacto con el pecado debe
haber sido muy poderosa en Cristo, mientras que el amor que no quería permitir
que su pueblo pereciera era también muy poderoso. Era un conflicto a una escala
titánica, como si un Hércules se hubiera encontrado a otro Hércules; dos fuerzas
tremendas luchaban y combatían y agonizaban en el sangrante corazón de Jesús.
Nada le causa a un hombre mayor tortura que ser arrastrado de aquí para allá por
emociones en conflicto; así como la guerra civil es la más cruel y la peor de
las guerras, así una guerra dentro del alma de un hombre cuando dos grandes
pasiones en él pretenden el dominio, y ambas son también nobles pasiones, causan
un problema y una tensión que nadie puede entender excepto quien experimenta esa
guerra.
No me sorprende que el sudor de nuestro Señor fuera como grandes
gotas de sangre, cuando tal presión interna lo trituraba como un racimo
pisoteado en el lagar. Espero no haber mirado presuntuosamente en el arca, o
haber visto por dentro el lugar santísimo cubierto por el velo; Dios no quiera
que la curiosidad o el orgullo me lleven a querer entrometerme allí donde el
Señor ha puesto una barrera. Los he guiado tan cerca como he podido, y debo
cerrar la cortina de nuevo con las palabras que acabo de
usar—
“Solamente para Dios, y únicamente para
Él
Sus angustias son plenamente
conocidas.”
Nuestra tercera pregunta será,
¿CUÁL FUE EL ALIVIO DE NUESTRO SEÑOR EN TODO
ESTO?
Él buscó ayuda en la compañía de los hombres, y era muy natural que
así lo hiciera. Dios ha creado en nuestra naturaleza humana una necesidad de
simpatía. Es perfectamente normal que nosotros esperemos que nuestros hermanos
vigilen con nosotros en nuestra
hora de prueba; pero nuestro Señor se dio cuenta que los hombres no
eran capaces de ayudarle; sin importar cuánto querían ayudar sus espíritus, su
carne era débil. Entonces ¿qué hizo? Recurrió a la oración, y especialmente a la
oración a Dios en su carácter de Padre. He aprendido por propia experiencia que
no conoceremos la dulzura de la Paternidad de Dios hasta que no experimentemos
una muy amarga angustia; puedo entender que cuando el Salvador dijo “Abba,
Padre,” fue la angustia la que lo redujo como un niño castigado a apelar
quejosamente al amor de un Padre.
En la amargura de mi alma he clamado: “Si en verdad eres mi Padre,
por la entrañas de tu paternidad, ten piedad de tu hijo;” y aquí Jesús suplica a
Su Padre como lo hemos hecho nosotros, y encuentra consuelo en esa súplica. La
oración era el cauce del consuelo del Redentor, verdadera, intensa, reverente,
la oración que se repite, y después de cada tiempo de oración le regresaba la
calma y volvía a sus discípulos con una medida de paz mental restaurada. Cuando
vio que dormían, sus aflicciones regresaron, y por lo tanto volvió a orar de
nuevo, y cada vez fue consolado, de tal forma que cuando hubo orado por tercera
vez ya estaba preparado para
encontrarse con Judas y con los soldados y para ir con silenciosa
paciencia al juicio y a la muerte.
Su gran consuelo era la oración y el sometimiento a la voluntad
divina, pues cuando colocó su propia voluntad a los pies de Su Padre la
debilidad de su carne no se quejó más, sino que en un dulce silencio, como una
oveja sometida a los trasquiladores, contuvo a Su alma en paciencia y descanso.
Queridos hermanos y hermanas, si alguno de ustedes experimenta su propio
Getsemaní y sus pesadas aflicciones, imiten a su Señor recurriendo a la oración,
clamando a su Padre y aprendiendo a someterse a Su
voluntad.
Voy a concluir sacando dos o tres aplicaciones a todo nuestro
tema.
Que el Espíritu Santo nos instruya.
La primera es esta: Conozcan, queridos hermanos, la humanidad real de
nuestro Señor Jesucristo. No piensen en Él únicamente como
Dios, aunque ciertamente es
divino, pero siéntanlo como relacionado con ustedes, hueso de sus huesos, carne de su carne.
¡Cuán plenamente Él puede
entenderlos! Él ha sido cargado con todas las cargas de ustedes y
afligido con todas las
aflicciones de ustedes.
¿Son muy profundas las aguas por las que ustedes están atravesando?
Sin embargo no son profundas comparadas con los torrentes con los que Él fue
golpeado. Nunca penetra el
espíritu de ustedes ningún dolor que sea extraño para la Cabeza del
pacto. Jesús puede identificarse
con todas las aflicciones de ustedes, pues ha sufrido mucho más de lo que ustedes han
sufrido, y por lo tanto es capaz
de socorrerlos en sus tentaciones. Deben aferrarse a Jesús como su
amigo íntimo, el hermano que les
ayudará en la adversidad, y habrán obtenido
un consuelo que les permitirá atravesar todas las
profundidades.
A continuación contemplen aquí el intolerable mal del
pecado. Tú eres
un pecador, pero Jesús nunca lo fue, y sin embargo estar en el lugar
del pecador fue tan terrible para
Él que estaba muy triste, hasta la muerte.
¡Qué será para ti un día el pecado si eres encontrado culpable al
final! Oh, si pudiésemos describir el horror del pecado no habría ninguno entre
ustedes que estaría satisfecho de permanecer en el pecado ni por un momento;
creo que esta mañana se elevaría desde esta casa de oración un lamento y gemidos
tales que podrían ser escuchados en las propias calles, si los hombres y las
mujeres aquí presentes que están viviendo en pecado pudieran entender realmente
lo que es el pecado, y cuál es la ira de Dios
que se acumula sobre ellos, y cuáles serán los juicios de Dios que
muy pronto los rodearán y los destruirán. Oh alma, el pecado debe ser una cosa
terrible si aplastó de esa manera a nuestro Señor. Si la pura imputación del
pecado produjo sudor sangriento en el santo y puro Salvador, ¿qué producirá el
pecado mismo? Evítenlo, no pasen junto a él, aléjense de cualquier cosa que se
le parezca, caminen con mucha humildad y cuidado con su Dios para que el pecado
no les dañe, porque es una plaga mortal, una peste
infinita.
Vean a continuación, pero oh qué pocos minutos me quedan para hablar
de tal lección, el amor sin par de
Jesús, que por causa de ustedes y por mí no
solamente sufrió en el cuerpo, sino que consintió en cargar con el horror de ser
contado como un pecador, y colocarse bajo la ira de Dios por causa de nuestros
pecados: aunque le costó sufrir hasta la muerte y una terrible aflicción, el
Señor se presentó como nuestra garantía antes que ver que nosotros pereciéramos.
¿Acaso no podríamos soportar con alegría la persecución por causa de Él? ¿No
podríamos trabajar por Él con total entrega? ¿Somos tan poco generosos que su
causa pueda tener necesidades mientras nosotros contamos con los medios para
ayudarla? ¿Somos tan bajos que su obra puede llegar a un alto mientras nosotros
tenemos la fuerza para continuarla?
Los exhorto por Getsemaní, mis hermanos, si tienen una parte y una
porción en la pasión de su Salvador, amen mucho a Quien los amó verdaderamente
sin medida, y gástense y sean gastados por Él.
Otra vez viendo a Jesús en el huerto, aprendemos la excelencia y la
plenitud de la expiación. Cuán negro soy, qué sucio y despreciable a
los ojos de Dios. Yo sólo merezco
ser lanzado a lo más profundo del infierno, y me asombra que Dios no me hubiera
arrojado allí desde hace mucho
tiempo; pero entro a Getsemaní, y observo esos torcidos olivos, y veo
a mi Salvador. Sí, lo veo
revolcándose en el suelo lleno de angustia, y escucho sus gemidos del tipo que nunca fueron
emitidos por ningún pecho anteriormente.
Miro la tierra y la veo roja con su sangre, mientras su rostro está
bañado de sudor ensangrentado, y me digo a mí mismo: “Mi Dios,
mi
Salvador, ¿por qué te afliges?” Y Él me responde: “Estoy sufriendo
por tu pecado,” y entonces siento mucho consuelo, pues mientras quisiera haber
evitado a mi Señor tal angustia, ahora que la angustia terminó, puedo entender
cómo Jehová puede perdonarme, porque hirió a Su Hijo en mi
lugar.
Ahora tengo esperanza de ser justificado, pues traigo ante la
justicia de Dios y ante mi propia conciencia el recuerdo de mi Salvador que
sangra, y digo, ¿Puedes Tú demandar el pago dos veces, primero a manos de Tu
Hijo que agoniza y después de mí? Pecador como soy, estoy ante el trono ardiente
de la severidad de Dios, y no le tengo miedo. ¿Puedes quemarme, oh fuego
consumidor, cuando no sólo has quemado sino que has consumido completamente a mi
Sustituto? No, por fe, mi alma ve la justicia
satisfecha,
la ley honrada, el gobierno moral de Dios establecido, y sin embargo,
mi alma que fue antes culpable ahora es absuelta y recibe la
libertad.
El fuego de la justicia vengadora se ha extinguido, y la ley ha
consumido sus demandas más rigurosas sobre la persona de Él que fue hecho una
maldición por nosotros, para que podamos ser hechos la justicia de Dios en Él.
¡Oh, la dulzura del consuelo que fluye de la sangre de expiación! Obtengan ese
consuelo, hermanos míos, y nunca lo dejen. Aférrense al corazón de su Señor que
sangra, y beban del abundante consuelo.
Por último, cuál no será
el terror del castigo que recaerá sobre aquellos hombres que rechazan la sangre
expiadora, y que tendrán que estar frente a Dios en sus propias personas para
sufrir por sus pecados. Les diré, señores,
y me duele mi corazón al decirles esto, lo que sucederá con
aquellos que rechazan a mi Señor.
Jesucristo mi Señor y mi Dios es un signo y
una profecía para ustedes de lo que les pasará. No en un huerto, sino
en la cama de ustedes donde a
menudo han descansado serán sorprendidos,
y los dolores de la muerte se apoderarán de ustedes. Serán
entristecidos con una tremenda
tristeza y remordimiento por la vida que han desperdiciado
y por haber rechazado al Salvador. Entonces el pecado que más aman,
su lascivia favorita, como otro Judas, los va a traicionar con un
beso.
Cuando todavía su alma cuelgue de sus labios será tomada y llevada
por un grupo de demonios, y llevada al tribunal de Dios, tal como Jesús fue
llevado a la silla de juicio de Caifás. Habrá un juicio sumario, personal y de
alguna manera privado, como resultado del cual serán enviados a prisión donde,
en tinieblas y crujir de dientes y llanto, pasarán la noche antes de la sesión
del tribunal que tendrá el juicio por la mañana. Entonces vendrá el día y vendrá
la mañana de la resurrección, y así como nuestro Señor compareció ante Pilatos,
así comparecerán ustedes ante el más alto tribunal, no el de Pilatos, sino del
terrible trono de juicio del Hijo de Dios, a Quien ustedes han despreciado y
rechazado. Luego aparecerán testigos declarando en contra de ustedes, no
testigos falsos, sino verdaderos, y ustedes se quedarán sin habla, así como
Jesús no dijo ni una palabra frente a sus acusadores. Luego sus conciencias y su
desesperación los sacudirán, hasta que se conviertan en tal monumento de
miseria, tal espectáculo de desprecio, hasta poder ser descritos adecuadamente
por otro Ecce Homo (he aquí al hombre), y los hombres los mirarán y dirán: “He allí al hombre y al sufrimiento que le
ha sobrevenido, porque despreció a su Dios y encontraba placer en el
pecado.”
Después serán condenados. “Apartaos de mí, malditos,” será la sentencia
que recibirán, así como “¡Sea
crucificado!” fue la condenación de Jesús. Y serán llevados por
los oficiales de justicia al lugar de su condenación. Luego, igual que el
Sustituto de los pecadores, ustedes exclamarán: “Tengo sed,” pero nadie les dará ni una gota
de agua; no probarán nada sino la hiel de la amargura. Serán ejecutados
públicamente con todos sus crímenes escritos sobre su cabeza para que todos
puedan leerlos y entiendan que ustedes han sido justamente condenados; y luego
se burlarán de ustedes, como se burlaron de Jesús, especialmente si han
profesado alguna religión falsa; todos los que pasen por allí dirán: “A otros salvó, a otros predicó, pero a sí
mismo no se puede salvar.” El mismo Dios se burlará de ustedes.
No, no piensen que estoy soñando, ¿no
ha dicho Él: “También yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os
viniere lo que teméis”?
¡Clamen a sus dioses en los que confiaron alguna vez! ¡Obtengan su
consuelo de las concupiscencias en las que una vez se deleitaron, oh ustedes que
han sido condenados para siempre! Para vergüenza de ustedes y para la confusión
de su desnudez, ustedes que han despreciado al Salvador serán hechos espectáculo
de la justicia de Dios para siempre. Es correcto que así sea, la justicia
correctamente lo demanda así. El pecado hizo que el Salvador sufriera una
agonía, ¿no te hará sufrir a ti? Más aún,
además de su pecado, ustedes han rechazado al Salvador; ustedes han
dicho: “No pondré mi confianza en
Él.”
Voluntariamente, presuntuosamente, y en contra de su propia
conciencia han rechazado la vida eterna; y si mueren rechazando la misericordia,
¿qué puede resultar de todo ello? Pues que primero su pecado y luego su
incredulidad los condenarán a la miseria sin límites y sin fin. Dejen que
Getsemaní les advierta, dejen que sus gemidos, sus lágrimas y el sudor
sangriento les sirvan de aviso.
Arrepiéntanse del pecado y crean en
Jesús.
Que Su Espíritu así se los permita, en el nombre de Jesús.
Amén
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